Cada una de las personas que leemos tenemos una velocidad de lectura promedio, que depende de la claridad del texto, su complejidad, nuestra cultura, nuestro estado de ánimo, la luz del medio ambiente y si el texto se encuentra impreso en papel o está desplegado en alguna pantalla electrónica. Esta velocidad en general varía entre 200 a 300 palabras por minuto. Existen técnicas que según quienes las promueven nos pueden ayudar a alcanzar velocidades de lectura de 500 o más palabras por minuto. Quizá sea posible, yo puedo decir por haber leído algún libro de lectura rápida y haber practicado un tiempo con las técnicas, que al usarlas es posible leer más rápido que mi promedio pero requiere más energía y la comprensión de la lectura pudiera sufrir al aumentar la velocidad.

Por otra parte hay libros que requieren ser leídos a una velocidad menor incluso que nuestro promedio por abarcar temas que comprendemos poco o porque disfrutamos el texto tanto que mejor lo vamos recorriendo lentamente. Hay otras lecturas que son predecibles y no perdemos casi nada si sólo vamos leyendo algunas cuantas palabras de cada párrafo pues con ello obtenemos la información suficiente para encontrarle el sentido a la lectura.

Muchas veces la velocidad no se justifica y al intentar abarcar más texto en menos tiempo perdemos la esencia de lo que el escritor nos quiere comunicar.

Pero eso no significa que a mi no me gustaría leer a una velocidad al menos de diez mil palabras por minuto o más y al mismo tiempo comprender y grabar en mi memoria el texto completo. Sería increíble poder devorar libros de 500 páginas en dos horas y lo mejor sería poder hacer algo valioso con esa información, si no sólo sería un lector maravilloso, con una memoria privilegiada digna de estar en una vitrina como una curiosidad más.

En fin, como lectores tenemos un límite en cuanto a la velocidad de lectura a emplear para comprender un texto. Lo que no es tan limitado es lo que hacemos con lo que leemos y lo que imaginamos que podemos construir con ello.